Miraba su perfil y no me cansaba. La luz de la tarde de
verano en aquel parque le reflejaba perfectamente el perfil que me mostraba. Solo
se escuchaban risas de los padres observando cómo sus hijos trepaban por los
toboganes o saltaban desde los columpios.
Su sonrisa estaba tan llena de vida como siempre, y sus ojos
verdes tenían la capacidad de trasladar a cualquiera a otro submundo en el cual
la felicidad es la obligación que todos deben cumplir.
Su piel tan blanca y llena de lunares me tentaban a no
dejarle de acariciar nunca. Su pelo rizado, el cual chocaba a la perfección con
su rostro y seguramente le cosquilleaba los pómulos tan maravillosos que lucía
algo rosados.
Sus labios finos y suaves, delgados y rosas. Mis pestañas
bajaban detrás de mis ojos mientras le observaba cada detalle que me sabía de
memoria.
Aún recordaba a la perfección aquel día en el que entré a un
piso del centro de Londres, con él en su habitación y con su sonrisa angelical,
la cual siempre le acompañaba allá donde fuese.
Su olor tan peculiar y varonil no me abandonó nunca, y las
ganas de abrazarle y poseerle a todas horas, jamás fallaban.
Recuerdo cuando le preguntaba que por qué confiaba en mí, y
el simplemente se limitaba a contestarme que porque le transmitía confianza,
sólo conociéndome de horas.
Y, si algo saqué de esto, es que, si hay algo que lo pueda
todo, incluso más que las guerras o incluso más que los políticos y reyes que
se creen los dominantes del mundo, eso es el amor.
Es tan imprevisible, tan repentino, tan maravilloso, que cualquier
acto o efecto que venga acompañado de ello, siempre resultará magnífico.
Aún recuerdo la primera vez que mis ojos chocaron con los
suyos, pensando que el vértigo de una montaña era lo suficientemente
intimidante. Pero me equivoqué. Mirar a Harry era como arriesgarse a ponerse en
el punto más alto del Everest, sin ningún arnés ni nada que te detuviese de no caerte.
El sentir que la adrenalina corría por tu cuerpo y explotaba en un sentimiento
de puro estremecimiento.
El sentir que tu estómago es pequeño, y que cada vez que el
corazón late, duele.
-¿En qué piensas? – Me preguntó él.
Sacudí mi cabeza y deshice por un segundo mi pensamiento
envuelto totalmente en el pasado.
-En nada. – Dije, sonriente.
-¿Has visto a Sarah? Se relaciona mejor que yo.
Eché a reír y él me acompañó. Supe entonces que, mi destino
estaba a su lado, y que mi vida no tendría ni el más mínimo sentido si sus
hoyuelos no me consolasen cuando más lo necesitaba.
Descubrí gracias a él, que el amor es peculiar. Cuanto más
prohibido es algo, más lo quieres. Y cuanto más lo quieres, más duele.
Cualquier locura por amor no es suficiente. Podría ponerme
en el polo norte, en ropa interior y gritar en el último pico del mundo que le
quiero, que eso no sería la máxima locura que podría hacer por él.
De nuevo su sonrisa invadía de forma melodiosa y totalmente
armónica mis oídos. Cuando él reía, todo desaparecía. Recuerdo cuando me despertó junto a los dos
folletos para el London Eye.
Quizás el intentar hacer que mi felicidad flotase y no se
hundiese bajo ningún concepto, el ser como nadie fue conmigo en ningún momento
de mi corta vida, el arriesgar todo por mí y el intentar dejar sus sentimientos
a un lado para que yo fuese feliz, fuese lo que me hizo darme cuenta de que,
cuando hablamos de amor, todo vale.
Jamás pensé en ningún momento que el irme a Londres en busca
de trabajo pudiese llegar a cambiarme la vida tanto, pudiese traer consigo
tantos quebraderos de cabeza, tantos pensamientos, tantos momentos de
impotencia y desesperación.
Aprendí que la vida es arriesgar y ganar o perder. Entendí
que no todo está hecho a tu medida, pero que siempre se adapta todo a ti.
Entendí que unos ojos verdes y una sonrisa con unos dientes los
cuales superaban a las perlas, pueden ser más impactantes que una propia bomba
en tu pecho.
Harry retiró un momento la mirada de Sarah y me miró a mí.
De nuevo ese sentimiento que se apoderaba completamente de mi estómago y
amenazaba con romperlo aparecía.
Sus manos se dirigieron a mí y las puso en mi cabeza,
enrollando sus finos, largos y ágiles dedos por mi pelo, sin importarle lo que
se entrelazasen.
Su mirada me cortaba la respiración, pero me daba la vida.
Su frente chocó con la mía y un escalofrío me recorrió
completamente, me hizo estremecerme.
-¿Recuerdas que día es hoy? – Me preguntó, a apenas dos
centímetros de mí.
-¿Qué día es hoy? – Pregunté, esperando una respuesta convincente.
-¿Recuerdas aquel día que apareciste en mi piso de Londres,
sin saber siquiera que existía? – Me preguntó.
-Lo recuerdo. – Contesté.
-Bien, pues que sepas que, tanto ese día como el día de hoy,
sigo estando dispuesto a hacer todo por hacerte feliz y por demostrarte cada
día más que te quiero como jamás podré querer a nadie.
No me dejó contestar y arrastró mi cara hacia la suya, envolviéndonos
en un beso mágico.
Si algo caracterizaba al magnífico Harry era la capacidad
que tenía de dejar a todo el mundo sin palabras y, tras casi cuatro años a su
lado día a día, a mí me dejaba aún sin palabras a diario. Cuatro largos años en
los que había pasado día sí y día también con él. En los que compartimos viajes
y aventuras, en los que nos invadimos y aprendimos a ser felices junto a
nuestra pequeña Sarah, donde los dos, fuimos uno durante tanto tiempo.
Y, si de algo estaba cien por cien segura, es que, el tiempo
solo era una referencia para el mundo, pero eso no me iba a servir de excusa para
hacer que el hombre que apareció en mi vida, desapareciese. Eso era algo más imposible
que el hecho de que su mirada, algún día, deje de brillar.